Esta semana hemos trabajado con una importante organización del sector de automoción, a la cual estamos ayudando a implantar un sistema de evaluación del desempeño. Técnicamente, este procedimiento consiste en que cada responsable debe de evaluar, al menos una vez al año, a cada uno de sus colaboradores y para ello rellena un cuestionario, el cual matiza y cierra a través de una reunión con el propio empleado donde hablan sobre: su rendimiento durante todo el año, su grado de consecución de objetivos, sus necesidades, las expectativas del responsable hacia su trabajo y sus resultados, se fijan objetivos de mejora, etc.

            Digo “técnicamente” porque he podido constatar, en los últimos años, que en múltiples compañías este objetivo dista mucho de lo que realmente ocurre. En estas empresas, la herramienta se ha corrompido de tal manera que ha ido mutando hacia una tarea incómoda, mal gestionada por los directivos y responsables porque la ven como un mero trámite, la cual les genera más disgusto que valor.

            Esta “involución” suele venir provocada por una serie de malas prácticas, que son las causantes de que los resultados no sean los adecuados, que evaluar a los miembros de mi equipo se haya convertido en una tarea ingrata tanto para mí como para mis colaboradores y, por lo tanto, que lo considere una auténtica pérdida de tiempo (con la de cosas que tengo que hacer yo…).

           Algunas de estas malas acciones podrían ser: dejar la evaluación para los últimos días del plazo de entrega, rellenarlas rápidamente por quitarme rápidamente esta tarea, hacer entrevistas rápidas y mal hechas, no escuchar las opiniones del empleado, no estar dispuesto a cambiar tu opinión si el empleado nos añade matices que se nos habían escapado, no fijar objetivos para el año siguiente con las carencias que se hayan encontrado en la entrevista, etc.

      Todos estos son problemas para mí, no son más que las consecuencias del verdadero motivo por el cual estos sistemas no funcionan en algunas organizaciones. Este radica en que los evaluadores no saben identificar todos los beneficios y ventajas que la propia evaluación les puede aportar a su día a día, del tremendo valor que están perdiendo al no trabajarla adecuadamente. Es un problema de creencias, no de conductas. En algunas acciones formativas nos centramos en enseñar cómo conducir la entrevista, cómo recoger datos, cómo generar un clima mejor con el empleado, etc.            Pero se nos olvida, a veces, centrarnos en generar unas creencias adecuadas hacia el sistema.

        Hay que hacer ver a los usuarios que este sistema es una magnífica herramienta de feedback que nos va a facilitar mucha información a ambas partes para que nuestro día a día sea más fácil y productivo; que, al fin y al cabo, me va a permitir dirigir mejor a mis equipos, ya que podré decir lo que espero y el otro me dirá qué necesita para dármelo. Es una herramienta que se ha creado para ayudar a los mandos y no para cargarles con una tarea más en su apretada agenda.

           Pero, eso sí, requiere una gran predisposición tanto por parte del mando como por parte del empleado, el cual se ve tremendamente influido por lo que percibe de su jefe (si veo que para mi jefe es importante, para mí también lo será). Los mandos son un espejo donde se miran los trabajadores y si no crees en algo, los tuyos tampoco creerán.